miércoles, 17 de junio de 2009

CUENTOS & CUENTISTAS

Boris Vian, el ingeniero renegado
Dueño de un gigantesco y variopinto talento encerrado en un corazón débil, Boris Vian nació en los alrededores de París en 1920 y murió en 1959, a los 39 años, cuando tenía tanto para dar. Narrador exaltado, compositor de canciones, mecánico, músico y crítico de jazz, traductor de novela negra, cantante, poeta, dramaturgo y actor, estudió para ingeniero, pero apenas graduado desertó de tan árida profesión. De todos modos ideó proyectos delirantes, imposibles de construir aunque meritorios, como sus propuestas de puentes para París. Con el seudónimo de Vernon Sullivan dejó novelas memorables: Escupiré sobre vuestras tumbas y La espuma de los días. Su personaje recurrente es un negro blanco que apoya a sus hermanos de raza contra la injusticia. Vian es un sucesor de la patafísica de Jarry, del dadá y del surrealismo, pero lo suyo está marcado por el humor de su época y el sarcasmo absurdo, no por la filosofía de moda ni la política en boga.

Hay una canción suya, El desertor, que resume mejor que ninguna otra obra la
violencia que la guerra ejerce sobre los olvidados en los lamentos: esos soldados que van a morir sin saber por qué ni para qué. Boris Vian se inició como cuentista, publicando en revistas, con seudónimos extravagantes como Bison Ravi (bisonte encantado: su anagrama) y Hugo Hachebuison. Sus mejores cuentos se hallan en dos colecciones: Las hormigas (1949) (en esta colección se encuentra el cuento Blues pour un chat noir) y El hombre-lobo (1945-52), obra póstuma. Vian tuvo que batallar para que lo publicaran y debió soportar juicios por obscenidad y otras humillaciones.

El cuento “Las hormigas”, que lleva el título del primer volumen, ironiza sobre el
frente de batalla, en un ambiente de trincheras como el de la guerra del 14, donde
hombres anónimos enloquecidos se destrozan mutuamente, perdida ya toda dignidad y racionalidad. “Discípulos aplicados” se ocupa de una escuela de policías, de ésas donde sirven sopa de macho cabrío para estimular los instintos represivos de los educandos. Por supuesto, los libros provocan dolor de cabeza a la pareja de flics (policías, en argot) que protagoniza el cuento. Un final trágico muestra que, en el fondo, los esbirros son casi humanos. Vian se mofa con dureza de esa caterva que odiaba con toda su alma.

También odiaba a Sartre, de quien se dice lo transformó en cornudo, quitándole a la mujer que amaba. Y detestaba a los intrusos, los ruidosos, los fantoches. Su cuento “El viaje a Khonostrov” muestra el acoso, hasta el límite de la tortura, a que es sometido el pasajero de un tren que quiere descansar tranquilo, sin conversar ni entretenerse, lo cual es inaceptable para sus eventuales compañeros de viaje. Boris Vian sufrió mucho por su mala salud, y tales pesares se hallan patentes en “El cangrejo”, un cuento amargamente poético, que se sustenta con cruda exactitud en los síntomas de la fiebre tifoidea, con esos sudores malolientes y esas cefaleas insoportables. Aunque el relato es particularmente significativo porque la agonía del músico enfermo, imposibilitado de tocar, se revela tan similar a la que él mismo debió sentir.

Tanto como la música, Boris Vian amaba a los gatos. En “Blues para un gato
negro” se trata de la pérdida y recuperación de un felino bastante aguerrido, caído en una alcantarilla tras una humillante derrota frente a un gallo (destinado a morir en la olla, dicho de paso). De allí lo salva una tropa de bohemios parisinos, deliciosamente descritos; pero el animal, bastante parlanchín y osado con las damas, termina por sucumbir gracias a una sobredosis de licor de menta durante la celebración de su rescate.


La pasión de Vian por los gatos se compensaba quizá con su metafórica bronca contra los perros. Su cuento negro “Los perros, el deseo y la muerte”, que forma parte del volumen El hombre lobo, resume mucho de lo que lo hizo infeliz, le dio intranquilidad, lo alejó del placer de la vida, lo condenó a morir joven. Un cuento raro, terrible, sádico, muy triste, que muestra que tras sus ingeniosidades, sus juegos de palabras intraducibles (si uno puede, hay que leer a Boris Vian en francés), sus bromas pesadas y sus guiños, fue un hombre que estuvo siempre acompañado del dolor, de la frustración, del asedio de la ingrata muerte. Con todo ello hizo arte durante su breve vida.

María José Morte

(Para conocer algo más sobre los gatos en la literatura francesa, pincha aquí)

1 comentario:

  1. Querida María José!!!

    ¡Cómo sabes tocarme el corazoncito! ¡Eso de elegir a Boris Vian me ha llegado al alma!

    No he sido nunca un lector selecto -como otros gatos del blog- pero sí que he sido un lector voraz e indiscriminado. Tengo la manía -que debe de ser ya patológica- de que, cuando me gusta un libro de un autor, voy a la librería a comprar todo lo que encuentre del mismo, con el fin de atraparlo en su mismidad literaria, acaparar todo cuanto quiere decir y completar todo cuanto quiere expresar literaria o vitalmente.

    Esto mismo me pasó hace muchos, muchos años con Boris Vian, pese a no dominar la lengua francesa ni la mía propia. Tomo empezó por mi afición desmedida por las novelas policíacas. La editorial Bruguera -ya desparecida- publicaba en edición de bolsillo, de papel amarillo y portada con fondo gris a precios muy baratos, novelas policíacas de muy distintos autores: Chester Himes, Eric Ambler, Ellery Queen, Ross McDonald,... y muchísimos mas. Los que más me gustaban eran los americanos y los ingleses. Los franceses no me acababan de convencer... hasta que un día cayó en mis manos "Escupiré sobre vuestras tumbas" y me lo leí en dos horas, sin abrir la boca y sin levantarme del sillón. Después conseguí "Todos los muertos tienen la misma piel" y más de lo mismo. Los hice circular entre mis amigos más distinguidos y tanto circuló, que nunca más los he vuelto a ver. A partir de ahí leí "El Lobo Hombre en París" y me pareció pleno de fantasía, humor y gran acidez social. Me encantó. "La espuma de los días", más de lo mismo.
    Y ya, cuando casi estaba saciado de Boris Vian y no me quedaba nada por leer, mi amigo Ramón Alba -de la Librería Polifemo de Madrid- me dio a oír el disco de Boris Vian -y digo "el" porque era el único que circulaba o había circulado en España-. Mientras bebíamos cervecitas y me traducía las letras, recuerdo mi gozo casi brutal por tenerlo tan cerca (El Desertor estaba entre ellas). Finalmente, cayeron en mis manos por la misma vía los discos más accesibles de Serge Reggiani, que cantaba muchas de sus canciones con otro tono y otro empaque, pero que también producía sus efectos taumatúrgicos en mi escasa cabecita universitaria.

    Bueno pues eso, que me lo leí todo y que lo escuché todo (me encantaba esa canción tan brutal de "Hazme mal, Johnny") y que gracias a Boris Vian conseguí sacar fuerzas para leer a Raymond Quennau, ver el cine de Truffaut, y escarbar un poco en la cultura gala.

    El tiempo ha pasado inclemente y de aquello mi memoria sólo guarda canciones y aquel maravilloso cuento del Mayor, que viajaba en un coche y que cambiaba el color de su ojo tan pronto como su nivel de alcohol disminuía hacia límites peligrosos de realismo.

    Gracias, María José, por tu participación y gracias por encontrar un nuevo motivo para festejar lo que nos une.

    ¡Salud!

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