domingo, 28 de junio de 2009

… Y la última…

Cuchifrito. Ojibizco. Espasmocatapléjico.
Así me he quedado cuando he visto la contribución de mi amigo, compañero, adlatere, y desde hace unos días, no sólo Extranjero, sino Ex.
¡Qué cosas cuenta y cómo las cuenta! ¡Uno nunca acaba de aprender! Pero no he de decir más, porque supondrá que mis elogios son otra puñalada trapera de la que defenderse desasosegadamente. Así que no insistiré.
Él me llama Zorro porque llegué al puesto antes que él, pero no se da cuenta de que de Zorro sólo tengo el pelo marchito y ralo y que, más que un Zorro, lo que estoy hecho es un ocelote, con esta barriga inmisericorde que me avanza y se me adelanta en las presentaciones. Creo que el título de Sir Zorro se lo ha ganado él a pulso con todos estos años de deslizarse por el tobogán de la Administración. Ha sobrevivido y aún conserva una cierta sonrisa. Eso sólo puede hacerlo un zorro de nacimiento. Como él.
Pero, a lo que vamos: a la penúltima. Porque se dice –los patrios ya lo saben, aunque quizás los foráneos lo desconozcan- que nunca es la última, ya que la última es la inmediata precursora de la muerte. Y eso, en España, con la Seguridad Social tal y como está, es casi un palabra blasfema e inadecuada.
Pues, como he dicho, ya de aquellos pelos, sólo me queda este ralo estropajo con que adorno mis sienes y que noto que a veces se me mueve, no sé si por las tormentas racionales que suceden en el interior, o por falta del pegamento adecuado de la juventud. Y –perdóneseme el generalizar- creo que todos los que hemos llegado hasta aquí siempre hemos tenido en la mente esa frase de “…y que sea la última vez que hago estas tonterías…” Acaso no sean las mismas palabras, pero lo de “…y que sea la última…” creo que forma parte del campo léxico de la docencia.
Cuando empecé a dar clases, allá por el año 80, en plena euforia pilosa, sentía que tenía un mundo por delante y me tentaba pensar que podía cambiar el mundo discente a base de buena voluntad y savoire faire. (Sobre mi postura actual, véase el último párrafo)
El pudor, la vergüenza, la rojez facial y mi falta de libidinosa desnudez me impiden dar más datos que algunos trazos de aquello que pasó y que me hizo exclamar una y mil veces “la última, la última”. Desde apuestas arriesgadas en la puntuación, esperando quizás el milagro de que el listo fuera tan listo como para enderezar lo que se veía torcido, sin saber que el que va torcido, lo que necesita no es una nota animosa, sino una operación de cirugía oftálmica. Hasta comportamientos rígidos como el “salga Ud. ahora mismo de clase”, donde el Ud. se empleaba marcando claramente las sílabas y mordiendo cada una de sus consonantes, pese a ser sibilantes y oclusivas. Más de una vez, juré no volver a pronunciar ese “salga” y mucho menos masticar esas consonantes, ya que la mayor parte de las veces, todo terminó como empezó, dándome la vuelta hacia la pizarra y entonando la salmodia de Fray Luis de León al reintegrarse a las clases: “como decíamos ayer”, sin conseguir ni el más leve movimiento en el receptor, que me miraba con los ojos abiertos, cuando no sonriendo con una cierta sonrisa de desentendimiento, si no de franco cachondeo.
Entre todo esto, el franco interés por parte de la comunidad evangélica que se ha pasado estos últimos veinticuatro años preguntando año tras año por medio de diferentes perfiles “si tenía hijos” y “por qué no” o “si podemos conocer a tu mujer”, como si mi fertilidad fuera sincronizada con mi incapacidad docente o como si saberlo, les diera la razón última por la que a veces la química docente no funciona. ¡Pobrecita mujer mía, de lo que se ha librado!
O aquellos ejercicios que no se pudieron hacer por la manifiesta oposición de personas que creían que un horóscopo –pura excusa para usar el futuro Imperfecto- atentaba contra toda la obra de Dios.
En otras facetas que rozan lo docente, pero que tienen que ver más con los encontronazos o papirotazos de la Administración educativa, debo decir también que miles de veces mandibulé: “la última, la última”. Cuando en Secretaría informaron mal y a los alumnos se les pasó la fecha de matrícula y todos se lavaron las manos, sólo me quedó a mí –zorro despelado y sordo- la posibilidad de aceptar oyentes y de oír de todo menos encomios. O aquella en que se me pidió parecer en asunto burocrático. Consulté con las bases (id est, con mi Ex) y expusimos nuestra opinión racional, ajustada y bien razonada. ¿Resultado? Sin duda el contrario a nuestra opinión, por eso mascullamos ambos dos: “la última, la última”.
No sé, pero se han pasado estos años sin pena ni gloria –por no mencionar el estropicio que han hecho con mi pelucón y con mi ilusión- y ahora, en clase, cuando me preguntan por mi inveterada constancia en aparecer por las clases y mi falsa paciencia, suelo contarles que –al igual que se les pregunta a los niños pequeños qué quieren ser de mayores- mi mayor ilusión es ser fontanero. Como se podrá comprender, no entro en consideraciones escatológicas por no enturbiar la paz y armonías reinantes y la buena opinión de mis pupilos. Se sorprenden por ello, pero es que no les puedo explicar ni hacer comprender que esa labor es una labor grata en comparación con la actual.
Recuerdo a un alumno, americano, que fue el que me dio la idea –no por su incapacidad, sino porque a él mismo le seducía- ya que argumentaba a lo largo de redacciones, composiciones, expresiones orales y ejercicios de todo jaez que su mayor ilusión era trabajar como electricista en una obra en construcción, mientras que desdeñaba y odiaba el trabajar en casas habitadas. Cuestionada la causa, el defendía su maravillosa parcela de soledad en edificios con futuro, al contrario que en casas habitadas donde tenía que atender y dar conversación mientras se jugaba su humanidad al polo positivo o negativo.
En fin, no tengo perdón, ya lo sé. No debería haber escrito esto y mucho menos mostrar mi decepción con los tiempos. Pero es que ya el brillo dermatológico occipital me deslumbra ante el espejo, y cuando veo los estragos que la profesión ha hecho conmigo, no puedo menos que exclamar: “la última, la última, la última…”
En mi descargo, diré –ya que mi Ex menciona la literatura oriental y me deja epaté- que, pese a considerarme taoísta hasta las pestañas, recuerdo perfectamente aquel haiku japonés de un maestro zen, que ante el cuerpo muerto de su pequeña hija exclamaba:
“¡Ah, la muerte!
y sin embargo…
y sin embargo…”
Resumiendo: ¡¡¡Felices vacaciones y gracias a todos por participar en la celebración de estos 25 años!!!

1 comentario:

  1. Exageras una vez más, amigo oso.
    En lo que tienes razón es en lo de tu reencarnación en ocelote, pues ciertamente eres una especie en peligro de extinción: un docente decente. Y también adivino, en un final parpadeo, un sí es no es pudor que me atrevo a completar al son de una coplilla: No debía de quererte, no debía de quererte, y sin embargo…

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