martes, 26 de abril de 2011

La botella de champán


(Por Olena Karpenko)

Mi colegio no era grande. Estaba dentro de un parque, en el centro del pueblo. En la entrada había cuatro macizos de flores. En primavera, con la maestra de botánica, los alumnos de secundaria plantaban semillas y, durante el curso, cada grupo se ocupaba de cuidar su macizo. A mí me gustaba mucho esta tarea.

El colegio llevaba el nombre del científico y constructor de motores para aviones, Arkhip Lyulka, nacido en Savarka, mi pueblo. En una de las aulas hicieron un museo dedicado a su persona y la organización del mismo le correspondió a nuestra clase. Una compañera y yo fuimos las guías del museo para todos los visitantes.




Era costumbre en aquella época celebrar una fiesta al terminar el décimo grado, último en la educación secundaria. La fiesta terminaba esperando el amanecer en un lugar especial. En nuestro caso, bebimos una botella de champán al despuntar el sol y decidimos meter en ella los deseos de todos y enterrarla en el parque del cole, con la obligación de no desenterrarla hasta pasados 25 años. El año 2010 se cumplió el 25 aniversario, pero no pude ir a esta fiesta y para mí fue un gran motivo de tristeza.

Tengo muy buenos recuerdos de la profesora de matemáticas, Raisa, tutora de nuestra clase y que había sido radiotelegrafista durante cinco años en primera línea en la Segunda Guerra Mundial. Era una mujer menuda, valiente y optimista; y las batallas de senos, cosenos y funciones algebraicas eran cosa fácil para ella (como comer pipas de girasol -refrán ucraniano-). No se enfadaba nunca, pero amenazaba con dar collejas a los alumnos, ya mucho más altos que ella.

Con el paso del tiempo, una vez terminada mi carrera de maestra, comprendí mejor la actitud y la manera de ser de todos mis profesores.

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