lunes, 17 de noviembre de 2014

Operación Monzón

Para mi fortuna, no entiendo de escalafones militares ni de divisas, y no he conocido más capitán que al chiripitifláutico Tan. No, no hice la mili, esa misión destinada a hombres muy hombres, como les gusta refrotarme a mis alumnas rusas. A estas alturas, si está previsto un inminente llamamiento a filas, supongo que podría líbrame por sobrepeso, dioptrías galopantes o algún tipo de sordera selectiva. La música militar nunca me supo levantar.

Sin embargo, he obedecido órdenes desprovistas de toda lógica a lo largo de mi vida, he llegado a reconocer a ciertas autoridades sin atender a uniformes, aprendí con exguerrilleros nicas a caminar en lo oscuro y soy capaz de seguir pistas falsas sin otra guía que mi atrofiado olfato. Por eso mismo, cuando los servicios de inteligencia me tiran los tejos, no le hago ascos a ejercer de chófer en determinadas operaciones -siempre que sean especiales- y me pongo a prueba. Lo de velar por la seguridad y estabilidad del Estado es algo que me da marcha. No lo puedo evitar.

Con estas credenciales, partimos en pelotón de cinco unidades, a modo de clásico militar pentágono, una clara, entrañable y transparente mañana de septiembre en que las tiendas de los chinos sacaban en la capital las remesas de cachirulos sin vender desde el año pasado. Encaminamos nuestras exiguas fuerzas hacia Monzón, la tierra del soldado Isla (el subcomandante Marcos estaba en las selvas del Sobrarbe). En nuestra ruta, sé que rememoramos a Orwell. No recuerdo mucho más de aquella conversación, porque yo llevaba en mis brazos toda la tensión de conducir un carro de combate prestado.

Fuimos a las órdenes del instintivo Rocco, militar de alta graduación, de nombre italianizante aunque residente en el barrio del Actur, y cuya identidad, por razones de seguridad, deberá permanecer oculta hasta el final. No habíamos sido llamados para conquistar la colina templaria de Monzón ni para batirnos en inútiles refriegas ni absurdas escaramuzas, no nos atrincheramos tras sacos terreros ni jugamos a los maquis camuflándonos torpemente tras la maleza.

Los servicios de inteligencia son mucho más limpios que todo eso. Comen en manteles de tela, usan gafas de sol, se toman cañitas hasta con los enemigos y trabajan en otro tipo de barro, aunque no por ello se libren de cierto sudor (frío) en el cogote. Al llegar a la estación de tren establecimos contacto con nuestro quinto hombre (recuerden que yo no hice la mili). Guiados por un sexto sentido, reconocimos el santo y seña de la operación: “Funeraria Urgelés, ¿dígame?”. Oportunamente oculto tras el árbol que disimula su posición, franqueamos la puerta del estudio, Rocco incluido.

El informe militar fue redactado hace más de un mes, pero si el soldado O´Neill, que nos sale ahora con que le dio matarile a Bin Laden, ha tardado más de tres años en quebrantar su silencio, no debe extrañar que hayamos esperado tan solo mes y medio a que se desclasificara el expediente. Dejo aquí la nómina de esos francotiradores suicidas, armados con subfusiles réflex de repetición, a cuyos nombres les acompañan sus salvoconductos.

Coronel Guerrero combinó su fusil de mira telescópica con armas de corto alcance:







Soldada Salinas atendió las múltiples necesidades del comando, con sus luces y sus sombras:







Sargento Brox, el hombre que susurraba a Rocco, del Cuerpo de Marina, se especializó en las operaciones náuticas:



Y Ricarda, que miró los muros de la patria suya, si un tiempo fuertes ya desmoronados... no halló cosa en que poner los ojos que no fuese recuerdo de la suerte.  (Entre otras decepciones, el búnker del Serjos nos lo encontramos cerrado).





Hace tres días, el viernes pasado, desmantelamos con sigilo las lonas del campamento, poniendo fin a la primera parte de la operación.





Desde entonces permanecemos alerta, esperando nuevas instrucciones. Es más que probable que al General Rocco (abajo, en la foto, por fin descansando como buen guerrero) le dé por requerirnos para una nueva misión que acredite nuestra habilidad para crearnos falsas identidades. A él nos debemos, y llegado el caso volveremos a trabajar de agentes dobles, siguiendo a ciegas sus jadeos.


Se especula con que la vuelta a Monzón esté relacionada con la condecoración al soldado Isla por los servicios prestados. Hay quien ha filtrado que podría consistir en un besazo en los morricos.


Por si acaso, tengo ya preparado mi disfraz de enfermera, que incluye medias de rejilla y zapatos de aguja hipodérmica. Porque un beso, lo que es un beso, no se le niega a nadie. Y más si es de amor, que entonces se lo damos a cualquiera.


Aprendimos a quererte, Isla. Y nos queda tu querida presencia.



 Hasta la victoria, siempre.

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