jueves, 19 de noviembre de 2009

Propera parada, Ocata.

Como no todos los días del año están las hadahs que dan brincos y brincos entre las pequeñas hojas de los árboles del bosque, pues hoy toca una historia triste. Eso sí, una historia triste con happy end.

Propera parada, Ocata.

Propera parada: Ocata. Propera parada: Ocata- repetía sin cesar el altavoz del vagón del tren.

Loli, un tanto aturdida, se miró el reloj: eran las nueve y media de la mañana. ¿Pero cómo podía ser? ¿Qué hacía ella allí, en un vagón de tren, que jamás antes había visto? ¡Pero si sólo hacía un rato estaba tan tranquila escuchando RNE radio 1 -la que le gustaba a ella, porque no tenía publicidad y además, decían unas cosas tan interesantes y entretenidas esos señores tan sabios que intervenían allí-, mientras pelaba judías verdes y patatas para la comida de su Manolo, que seguro que volvía a casa, como todos los días, con mucha hambre! ¡Qué suerte tenía, que le comían todos tan bien! ¡Hasta sus hijos! ¡Con la cantidad de mamás del cole que se quejan de lo contrario!- pensaba a menudo Loli, muy orgullosa de ellos.

No entendía nada. Miró a su alrededor y vio todo tipo de gente: chicas jóvenes, curritos, niños acompañados por sus abuelos, mujeres de su edad, ejecutivos, estudiantes… ¿Pero dónde estaba? No había comprendido bien lo que el altavoz decía en alta voz, así que no podía estar en su pequeña ciudad de provincias castellana. Lo que sí supo es que debía bajar de aquel tren, pues en caso contrario, tampoco sabría adónde iba a ir a parar.

Efectivamente, así fue. Muy resuelta, como era ella, descendió del tren en la siguiente estación, sintiéndose algo abotargada. Miró a su derecha, alzó los ojos y vio un cielo azul intenso coronando el horizonte del mar, un mar que parecía ser el Mediterráneo. ¡Lo había visto tantas veces antes! Tras cada curso escolar, Manolo y ella cogían los bártulos, cogían a los niños, cogían a Zaca, la perrita caniche que encontraran abandonada dos años atrás, y a la que tan bien hubiera cuidado Loli desde entonces, y hala: ¡todos a la playa!

¡Pero cuánto disfrutaban su Alba y su Cristian de los largos días de sol de final de junio, correteando arriba y abajo por la playa, haciendo castillos de arena con sus cubos y palas de los chinos, y dándose de vez en cuando un chapuzón con el papá, al que le encantaba hacer de peligroso tiburón y perseguir a sus pequeños para comérselos! ¡Qué feliz se sentía ella, embadurnada de crema solar con el fin de proteger su blanca piel, cuando los observaba desde su pequeña hamaca, bajo la sombrilla, y con su revista del corazón preferida entre las manos! ¡Qué buen padre es mi Manolo, mira que es salado!- pensaba en esas ocasiones, con la sonrisa dibujada en su rostro.

-Lo primero de todo, me tengo que enterar de dónde estoy, para poder volver a casa- pensó Loli, mientras se acercaba a un chiringuito. El hombre que había tras la barra la miró de arriba abajo con cara de alucinado cuando ella, con toda la naturalidad andaluza que había heredado de su padre, se acercó y preguntó: ¿Me puede decir dónde estoy?

-¿Cómo que dónde está, mujer? ¡Pues en El Masnou, en Barcelona!- le espetó el desconfiado camarero mientras miraba de reojo cómo iba ésta vestida, mucho más abrigada que el resto de los presentes, que enfundaban tan sólo sus respectivos bañadores y bikinis.

¡Pero esta mujer se ha debido de caer de una higuera! ¡Venga, hombre, o me está tomando el pelo o está como una cabra!- pensaba el del chiringuito mientras no sabía bien si enfadarse o reírse.

-¿Y me puede decir cómo hago para llegar hasta Barcelona? ¡Allí tengo que coger un tren rápidamente para Ávila, mis hijos y mi marido me estarán esperando!- preguntó Loli, ya nerviosa de saberse tan lejos de su casa.

- ¡¿Eh?!... Sí, hombre, sí. ¿Ve la estación de Ocata? Ocata es un apeadero y un barrio de El Masnou. Pues tiene que cruzar al otro lado de las vías, por el paso subterráneo, no la vayan a atropellar- se sonreía maliciosamente el camarero. -Tome el primer tren que venga, todos van a Barcelona; se baja en la estación de Sants y, una vez allí, compra el billete para Ávila- terminó por decir el paciente hombre mientras Loli, tras dar las gracias, ya corría en esa dirección.

¡Hay que ver! ¿De dónde habrá salido esta mujer?- se preguntaba el camarero, rascándose la cabeza.

Loli hizo exactamente todo lo que le habían dicho y, una vez en la estación barcelonesa de Sants, compró el billete para Ávila y enseguida subió al tren. Una vez arriba, después de encontrar su sitio, se sentó y respiró hondo, tratando de comprender… pero no había manera. Y, dándole vueltas y vueltas a la cabeza, se quedó dormida, estaba exhausta. ¡Había sido una experiencia demasiado extraña para una simple ama de casa como ella!

En medio de una pesada pesadilla se encontraba cuando alguien, tocándole el brazo, la despertó. Loli abrió un ojo, abrió el otro, y se encontró con el revisor, que esperaba a que ésta le entregara su billete. Loli hizo lo propio, todavía medio dormida, y aprovechó a preguntarle al revisor dónde se encontraban en ese momento. –Llegando ya a Ávila, señora- contestó aquél, amablemente, mientras se alejaba.

Loli echó un suspiró de alivio. Ya estaba cerca de casa, por fin. Terminaría de preparar la comida para Manolo, que llegaba tarde de trabajar. Los niños comían en el colegio, así que no se tenía que preocupar, y haría como si no hubiese pasado nada, no la fuesen a tomar por loca en casa.

Cuando descendió del tren ya era tarde, menos mal que vivía cerca de la estación, pero aun así, echó a correr. No quería retrasarse ni un solo minuto con la comida, no lo había hecho en todos los años de casada, ¡y no lo iba a hacer ahora!

No diré nada en casa, no vayan a tomarme por loca- pensaba Loli cuando al ir a alcanzar la esquina de su calle, recordó repentinamente su pesadilla: Manolo estaba muy, pero que muy enfadado, parecía algo ebrio, y le estaba gritando y... ¡pegando! Ella intentaba refugiar su cabeza con sus propias manos, pero entonces le atizaba por abajo, por las piernas, y cuando se ponía las manos en las piernas, entonces la bestia aprovechaba para darle una bofetada en la cara. Tenía varias heridas, sangraba…

Loli, visualizando todo aquello, no pudo contenerse y vomitó justo sobre la esquina con su calle. La pesadilla le había venido a la mente en señal de aviso de lo que podía encontrar en casa. Loli fue consciente, repentinamente, de que todo aquello no se trataba sólo de un mal sueño. ¡Se trataba de su pesadilla diaria, de la cruel realidad que tenía en su propio hogar! Empezó a temblarle todo el cuerpo, los dientes le castañeaban. Intentaba cerrar la boca, intentaba refugiarse y contrarrestar los escalofríos cruzando los brazos y acariciándose, hasta donde le era posible, la espalda, ¡pero todo era en vano!

Así estuvo durante unos segundos, ¿o tal vez fueron minutos…? Loli sólo sabía que tenía que escapar, tenía que huir bien lejos de ese infierno. –O ahora o nunca- pensó decidida. Intentaba calmarse y pensar qué podía hacer, pero la cabeza le daba vueltas. Y al fin se le ocurrió, miró el reloj de pulsera que su madre le regalara antes de fallecer: no eran ni las cuatro, iría a por sus niños al colegio y se los llevaría con ella bien lejos. Tenía que hacer eso, sí, eso. Ésa era la única solución. No podía esperar, tenía que darse prisa. Desaparecer de su vida, sí, desaparecer de la vida de esa mala bestia.

Con todo ello como único y repetitivo pensamiento, se encaminó rápidamente hacia el colegio de sus hijos. Cuando éstos hubieron salido, les explicó, cariñosa, disimulando su terror, que tenían que partir de viaje inmediatamente, que se irían lejos, muy lejos. Los niños no comprendían, pero les hizo mucha ilusión eso de tomar un tren, uno de esos trenes que tan sólo oían pitar desde su casa y pasar veloces desde el parque en que cada tarde jugaban con sus amiguitos. Así que, sin rechistar, se cogieron, uno a cada lado, de la mano de su madre.

Se alejaron los tres juntos de la mano. Los niños, brincando, canturreaban. Estaban contentos, ¡muy contentos!

Así es cómo dicen en el vecindario que se les vio por última vez…

Cuenta la leyenda que los padres de Loli, cuando ella era muy pequeña, hasta que tuvo unos seis añitos, la llevaban cada verano a casa de unos amigos a El Masnou, más concretamente a Ocata, para que su hija tomara el sol y jugara en la playa con la niña de éstos, que tenía la misma edad. Los seis disfrutaron muchísimo juntos en aquellos lejanos días.

También cuenta la leyenda que ésos fueron los días más felices de la infancia de Loli, llenos de luz y de color…

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