viernes, 31 de diciembre de 2010

La libreta de los deseos

Hay sustantivos indisolublemente asociados a los adjetivos que los aderezan o los desnudan. Decir realidad es pensar en la cruda realidad. Por áspera y despiadada; por lo que tiene de difícil digestión; por ambas cosas.

Para compensar el destemple, la humana especie, esa que está hecha con la misma materia de los sueños, ha inventado cientos de cálidos pasadizos secretos, túneles de difícil salida y todo tipo de madrigueras interiores donde puedan anidar las más diversas subespecies emocionales: escurridizas serpientes, topos miopes, tigres aguerridos o indisimulables mastodontes. Agazapados en la chistera, las emociones asoman cuando menos se las espera, y, convertidas en deseos, saltan como conejos, tiernos o asustados, caprichosos o cabizbajos, para tendernos una capa (o una espada) con la que cobijarnos de la realidad del frío. Del frío de la realidad.

No todos los deseos tienen el reluciente aspecto de una bola colgada en un árbol de navidad de todo a un euro. Se camuflan bajo multitud de formas. Los hay como elegantes peces amnésicos y los hay que terminan en cola de escorpión. Tienen el tacto del terciopelo o el de las escamas de un reptil. Se los puede ver chisporrotear en el fuego de una chimenea, evadirse en la arena de la playa o precipitarse encarnados en una estrella fugaz.

Suelen poner un punto de sal, acidez o dulzura en las hojas más crudas de la ensalada. Son sensuales y están siempre dispuestos, al alcance de la mano, tras un simple parpadeo, en una pestaña caída, al contener la respiración. Siempre a flor de labios. En la piel de una manzana que se pela entera sin romperse, en los huesos del pollo, abrillantando una lámpara, cerrando fuertemente los ojos, arrojando calderilla en el interior de un pozo, soplando un vilano, por cierto.

Otra historia distinta es que se cumplan o que pasen a formar parte del álbum de los deseos incumplidos, de los viejos cacharros. Allí se dan cita un antiguo proyector de películas, la clásica secuencia de un tiroteo, un parapeto, un caballo desbocado, un unicornio azul, una locomotora de vapor, un ángel en Berlín, un reflejo en el agua, un matasuegras, un aleph. Los deseos son temblores. A veces, en círculos concéntricos sobre el líquido de cualquier superficie (líquida), pueden llegar al escalofrío.

Tiempo atrás eran ese oscuro objeto al que renunciar para no salirnos de los planes debidamente establecidos: unos labios cosidos, una ley pensada contra las obligaciones de la programación. En estos tiempos de inteligencia emocional, un deseo ya sirve como la cuerda más fuerte donde agarrarnos, como la voz más clara, más alada, más nuestra.

Normalmente anteponemos la cruda patata de la realidad a cualquier deseo volandero. En esta ocasión ha sido al revés: la real presentación no viene antes sino después. Los deseos se colaron en las últimas clases de 2010 por la puerta del presente de subjuntivo, que era lo que tocaba. Imparables, antes de bloguear esta entrada, han entrado volando, llevados por el viento. O reptando. Algunos por su propio pie, con su foto a pie de texto.

La Deseología indica que el deseo de no desear es, de todos ellos, el más codiciado, el más inefable. Estamos lejos de alcanzar lo inalcanzable. Ni hemos nacido en Oriente ni nos hemos reciclado lo suficiente. Somos algo más normalitos, muchísimo más vulgares; y seguimos encomendándonos a la emoción más peregrina siempre que pasa un tren. Por eso, lo que estos días estás viendo y leyendo no son las ramas escogidas de ningún árbol sagrado ni las páginas satinadas de un libro enlomado. Era una libreta de espiral que cabía en un bolsillo y que ha sido desencuadernada para ti, como en un estriptis colectivo.

Porque seguimos hechizados, preguntándonos qué bien material o inmaterial acariciamos tras el acto de encender una vela a la Virgen más cercana o el de apagar la misma vela sobre una tarta de chocolate. Consolas de última generación y consuelos de toda la vida: Que me llame, que no llame, que no venga, que se vaya, que comente, que no diga nada, que salga pronto, que me escriba, que coja ese avión, que vaya todo bien. Qué deseable materia arde en los papelitos carbonizados para San Juan o qué cruda pepita habrá que triturar detrás del pellejo de un grano de uva, me pregunto. Yo llevo años pidiendo el mismo: Que no me atragante, que no me atragante, que no me atragante… Y no en tres ocasiones, como al genio, sino hasta doce veces. Que no me atraaaggggg…

Pues eso, que nada ni nadie se os atragante. Que haya cera suficiente, que duren las velas de esta noche. Que no se apaguen. Y que os las infle el viento hasta que podáis fondear en la cala más recóndita, en la bahía más escondida, en cualquier archipiélago que tenga una forma idéntica a aquella con la que habéis soñado. Que se cumplan. Con un beso. Con once. Con mil y uno. Con dos mil once.

2 comentarios:

  1. Y que cuando el blanco sea tan pálido que ni luz refleje, tiña el rojo la explosión de tu corazón; el verde lo mezcle, tan apenas, en marrón chocolate y encuentre su lugar con olor a bog; el amarillo invierta el brillo de una mirada aúrea que se pueda descubrir; el azul limpie las nubes grises, solo elegantes en el tergal de tu pantalón y del oro y de madura cereza sembrada quede de naranjos tu visión; el suave lila perfume tu tacto al amanecer y rompas en caracajadas de mil colores cada vez que te atraganten, atragantes, mirándole fijamente a los ojos al conejo que siempre se esconde en tu chistera.
    Ea! Que no se emborronen los colores o que siempre lo hagan; que te manches en dos mil once subjuntivos; que hoy prefiero las conjunciones a los pronombres; sustitutos, no gracias, vengan los aditivos.

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  2. Me has llenado de colores la paleta, y es el mejor regalo que me podías hacer para este lienzo que tengo en blanco aquí delante, todo lleno de nieve. Gracias, pintora Cronopia. Que pintés mucho, como vos sabés.

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