domingo, 3 de abril de 2011

De cincuentones y novelas…

Hasta hace un tiempo, me daba por pensar que todo lo que yo contaba no eran más que batallitas del Abuelo Cebolleta (para los más jóvenes y para nuestros alumnos, explicaré que éste era un personaje de un tebeo o cómic que pasaba gran parte de sus aventuras contando sus historias de cuando él era joven y del que todos los demás personajes terminaban escapando para no aguantar tanta hazaña). Es curioso pero a medida que uno se hace mayor, las cosas que antes parecían de lo más normal, empiezan a ser como piezas de museo u objetos de anticuario y por tanto dignas de ser conservadas y expuestas.
El caso es que hace unos días (quizás alguna semana) tuve el placer de compartir desayuno con nuestra bienamada CHIMÈNE. Mientras nos tomábamos el té y la CocaCola con croqueta (una de mis debilidades que os dejo para que contéis cuando ya esté jubilado –si es que llego-), nos pusimos a hablar de literatura y de novelas de niños. Salió a colación el jorobado de Lagardere –en relación con una de mis últimas aportaciones al blog-, y nos sorprendimos el uno al otro con los entresijos de la novela que ambos no solo conocíamos bastante bien sino que incluso recordábamos los nombres de los protagonistas: Luis de Gonzaga, Aurora de Nevers, …
Al hilo de esta maravillosa conversación, aparecieron los libros que leíamos en la infancia y adolescencia y que, curiosamente eran los mismos, sólo que nuestra bienamada CHIMÈNE los leía en una edición francesa y en francés y yo los leía en la colección de Clásicos Juveniles CADETE. Fuimos recordando algunos títulos y disfrutamos como enanos haciéndolo. Y en un momento dado apareció ALEJANDRO DUMAS y sus TRES MOSQUETEROS.
Conté yo que mi padre, que era quien nos estimulaba a leer con su palabra pero, sobre todo, con su ejemplo –era un lector infatigable al que siempre recuerdo con un libro en las manos-, tenía una edición de todas las novelas de la saga de los mosqueteros: Los tres Mosqueteros, Veinte años después… que era tipo folletín, de papel viejo y a dos columnas, con letras pequeñas y dibujos en blanco y negro encajados en el texto. Y conté que mi padre, en su exceso de pudor –propio del franquismo y del poder omnímodo de esta iglesia de pacotilla- pensó que ciertos pasajes del libro podrían quizás pervertir nuestros tiernos ojos. Así que, ni corto ni perezoso, censuró las páginas aplicándoles una tira de celo en los bordes, de tal modo que no teníamos acceso al contenido, a no ser que hubiéramos roto el precinto, que sería la prueba condenatoria de nuestra lujuria y atrevimiento. Recuerdo a mi hermana y a mi hermano debatiendo qué podría haber allí guardado, tras esos sellos y me recuerdo a mí, sin interés alguno, especialmente porque había un buen montón de años de diferencia y de ansiedad.
Recuerdo el día en que mi hermano, ya mayor de edad se decidió a romper los precintos, sin pedir permiso a mi padre, claro. Y se leyó las hojas y se las pasó a mi hermana que también las leyó. Yo ni siquiera me molesté en leerlas, sencillamente porque tenía otras cosas mejor que hacer. Mi hermano me contó que las hojas censuradas pertenecían a las relaciones entre Aramís y Milady de Winter y que, si alguna vez hubo algo libidinoso y lúbrico, debió ser por problemas hormonales del autor, que no por problemas literarios. Es decir, como siempre pasa, no había nada que censurar y, al hacerlo, se habían creado expectativas inusitadas para los lectores vedados.
Con respecto a CHIMÈNE y a esta anécdota, ella refirió que su padre –ávido lector también- había estado recluido en un campo de concentración durante la Segunda Guerra Mundial y que, herido y hospitalizado, veía pasar las horas sin consuelo alguno. Pero su abuelo –el de CHIMENE, claro- no solo se pasaba a verlo por el hospital, sino que le llevaba lectura, entre ellas ésta de la que hablamos. Lo más curioso y tierno era que, como no tenía el texto original, el abuelo le fue enviando la historia escrita de su puño y letra en un cuaderno rojo, tal como él recordaba haberla leído y fiado totalmente de su memoria y de su corazón. Al preguntarle a CHIMÈNE sobre dónde estaba aquel manuscrito, me contestó que se perdió en el trasiego de los campos de concentración, pero que la historia la tiene bien grabada.
No puedo añadir nada a estas escenas, salvo que terminamos el desayuno y nos fuimos tan contentos a clase, sin que la cincuentena nos pesara e incluso creo que nos sentíamos más ágiles, como cuando éramos mucho más jóvenes…
Beau Geste!

2 comentarios:

  1. Doy fe, como tercer mosquetero en retaguardia. Y rindo reverencia al autor, al narrador de esta bella historia, al escribano del cuaderno rojo, al lector enfermo, a los enfermos lectores, a Chimène de Winter, a Arcoaramís, a sus mosqueteros hermanos y hasta, ¿por qué no?, a su padre censor. Belle histoire. ¡Chapeau!

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  2. ¡Preciosa la historia que nos has contado de tu propia mano, AA, y de boca de Chiméne!
    Después del acertado comentario de El Extranjero, poco queda que decir. Tal vez, solo que, al leerla, se te queda un buen gustillo de boca, a pesar del sabor a melancolía.
    Muchas veces la realidad supera a la ficción literaria e incluso a la cinematográfica.

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