domingo, 20 de noviembre de 2011

Textos perfectos

Me preguntaron el otro día las alumnas si, una vez que entregaban sus composiciones y yo se las devolvía corregidas, ellas debían corregirlas nuevamente y enviármelas para que las pudiéramos publicar. Mi respuesta fue negativa y explico el porqué.
Creo que este blog del Departamento de Español en el que participo concede una gran libertad a sus miembros y colaboradores. Es de agradecer. Por eso, abuso de mi condición de miembro y establezco mi punto de partida: NO CREO EN LA PERFECCIÓN.
Desde mi anárquico punto de vista, considero que los textos que cada uno de mis alumnos (alumnas en este caso) escribe es perfecto per se, por muchas faltas que puedan contener en su interior. La publicación o no de los textos depende de mi criterio y yo los publico sin ningún pudor, más bien al contrario, con mucho orgullo porque mis alumnas son capaces de decir lo que dicen y de decirlo como lo dicen. Las faltas o los errores es lo de menos.
La perfección lingüística de un texto de un alumno, por ejemplo, de 1º de intermedio sería agradable para quienes lo leyeran, ya que les facilitaría la comprensión sin sobresaltos de lo que el alumno quisiera contar. Es más, probablemente se atreverían a copiar alguna cosa si consideraran que el texto en cuestión era realmente bueno o las palabras o expresiones eran certeras. Incluso lo podrían presentar a un concurso de redacciones escolares. Pero hay algo que me deja estupefacto: ¿Puede un texto de un alumno de 1º de intermedio ser perfecto en su presentación, en su dicción y en lo que dice y en cómo lo dice? ¿No es algo falaz esta perfección impostada? ¿No es rizar el rizo el publicar estos textos “amañados” como si no fueran virgos recosidos?
Hace años leí a un autor chino, Lin Yutan, nacido en América pero de familia china, que fue escritor, filósofo, profesor en la Universidad  y conferenciante ilustre y entregado. En su libro titulado “La importancia de vivir” –recomendable para todas las edades y para cualquier tiempo, incluidos los tiempos de crisis como estos- comentaba cómo en China (al menos la que el conoció de mediados del siglo XX) los periódicos que se publicaban en chino, contenían erratas y nadie se extrañaba de ellas. Nadie escribía al periódico quejándose de que tal o cual signo estaban mal escritos o que decían lo contrario de lo que querían decir. Él argumentaba que esta perfección era impensable en China y que los lectores se entretenían en buscar las erratas, como el que resuelve el pasatiempo de “los siete errores”. Es decir, aprendía con esos errores y se entretenía en la búsqueda.
Pues algo así quedó en mi alma, porque considero que cuanto publicamos de los textos producidos por los alumnos son un ejercicio, un juego a la inteligencia de quien los lee. Son la radiografía más exquisita, delicada y precisa del nivel de nuestros alumnos y del estado en que se encuentran: tanto anímicamente como idiomáticamente. Son la revelación suma de que su nivel es el que es y que es seguro que mejorará con el tiempo y el esfuerzo que hacen y que proclaman con sus textos. Así, cuando el próximo cuatrimestre –si seguimos vivos, Dios mediante- leamos los textos de quienes hoy están en 1º de avanzado, veremos cuánto han aprendido y cuánto les queda por aprender; disfrutaremos de sus textos, de sus opiniones, de sus estrategias para expresar lo que desean y lo que su alma siente, de sus estratagemas para evitar usar tal o cual giro, tal o cual expresión, tal o cual conjunción que exija lo que ellas no recuerdan o que no tienen a bien usar. Y seguirá siendo perfecto. Perfecto como la obra humana. Perfecto como la imagen real de lo que son y de lo que escriben. Perfectos como perfecto es lo natural y lo inocente.
Serán lo que siempre han sido: unos textos PERFECTOS.
***
NOTA.
Hablando de perfectos, me vienen a la cabeza dos anécdotas que pueden ilustrar mi relación con la perfección.
La primera que recuerdo es la de uno de los religiosos del colegio en que estudié. Se llamaba Joaquín, pero le llamábamos el HERMANO PERFECTO. Durante las clases paseaba a lo largo de los pasillos, entre los pupitres y nos iba preguntando la lección o nos explicaba lo que fuera. El caso es que, cuando nos preguntaba algo y no teníamos idea o sencillamente nos pillaba en Babia, pues proclamaba en voz alta: “Perfecto” y seguidamente soltaba como sin atención ni cuidado una bofetada “a la remanguillé”, es decir, a volapié, a salto de mata, sin mirar. Curiosamente esa unión entre la perfección que sus labios pronunciaban y la panadera que recibíamos nos ayudaba a estar más atentos, pero dudo que nos ayudara a ser perfectos.
Por cierto, había otro Hermano, el Prefecto –curioso juego de palabras, opino- que este era mejor en las distancias largas. Mientras que el Hermano Perfecto era insustituible en las distancias cortas (como el perfume ese que anuncian durante las navidades), el Hermano Prefecto era como el dómine Cabra de El Buscón. Cuando tenía algo que decirte o algún motivo para agredirte, se acercaba raudamente a tu oreja, te sujetaba con firmeza y te jalaba una colleja sin piedad ninguna.
En resumen, no me quedaron buenos recuerdos de tanta perfección.

La segunda anécdota fue la de la secuencia de una película española, del siglo anterior, en la que el protagonista se iba a Nueva York para aprender inglés. En la clase, la profesora le preguntaba y él contestaba como podía. Su conciencia le decía que su nivel no avanzaba mucho, pero la profesora siempre le premiaba con la misma respuesta: “Perfecto”. Y él insistía en aprender el idioma se Shakespeare a pesar de la mala fama que tenemos los españoles con la lengua vernácula de los albiones. Pero se descubrió el pastel cuando comprobó que la siguiente persona a la que preguntaba la profesora era otro hispanohablante de nombre PERFECTO.

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