Así que siguiendo nuestras escapadas otoñales y aprovechando que íbamos desde Canfranc a Hecho, nos desviamos a comprobar si el alcalde había conseguido hacer las alcaldadas que prometía hace años, cuando dejamos de ir. Estaba empecinado con la oferta de no sé qué constructores vascos (o catalanes, lo mismo da para cometer desmanes) para hacer un campo de golf privado con las edificaciones adyacentes, utilizándolo a él para hacer las gestiones y conseguir recopilar todas las tierras necesarias para tal destrozo.
Recuerdo que aborrecido de su insistencia casi aborrecimos de volver, pero el corazón y los recuerdos tiran más que la torpeza de ciertos dirigentes. Así que paramos, nos dimos una vuelta y disfrutamos de la iglesia y de la plaza y sus castaños. Nos horrorizamos con las nuevas viviendas construidas a la entrada del pueblo y renegamos del poco espacio dejado entre la iglesia y las casas adyacentes. Nos deleitamos con el cuidado y la recuperación de la ermita de San Caprasio, a la salida del casco urbano.
Recordamos con todo detalle, mientras fluía el agua de la fuentecica, cómo los lugareños se afanaban la primera vez que por allí aparecimos en poner buena cantidad de jamones de cerdo en salazón, para tras extraerles los jugos, ponerlos al oreo de aquellos aires y de aquellos frescos. Recuerdo su color rojo y su carne bien prieta. Mi esposa recuerda la bandeja de caquis que se comió mano a mano con nuestra bienamada Beatriz, mientras Melmoth y yo las mirábamos darse tan dulce banquete.
Puede haber cambiado el entorno, pero sigue mereciendo la pena pasear y parar en este delicioso pueblito aragonés.
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