lunes, 15 de junio de 2009

Ano

Ano, culo en castellano. Sobre la interacción y las pruebas unificadas.

Zuckerman (Philip Roth, Sale el espectro, Mondadori, Barcelona, 2008) ha vuelto a Nueva York tras un largo periodo de retiro en los Berkshires, en pleno campo. Enfermo, se había alejado del trato social, de las reuniones, de las cenas, los estrenos, el cotilleo cultural, y en los tres últimos años, pocas veces había leído un periódico ni escuchado noticias. Había dejado atrás la vanidad, en suma. Pero al volver al mundo, vuelve a enamorarse. Ella es una atractiva joven recién casada que quiere ser escritora. Él imagina conversaciones, recrea situaciones en las que los dos se tantean en un esbozo de intimidad, en una relación que recuerda a la del protagonista con su mecanógrafa en Diario de un mal año, de Coetzee:

Ella
Me gustaría ser tu amiga.
Él
¿Por qué?
Ella
Porque no tengo a nadie como tú.
Él
No me conoces
Ella
Es cierto. No tengo esta clase de interacciones.
Él
¿Tienes que usar ese lenguaje? Eres escritora: elimina “interacciones”.
Ella
(Riendo) No tengo conversaciones como esta. No vivo situaciones como esta.
Él
No pretendía corregirte. No es asunto mío. Perdóname.
(Roth, Philip, Sale el espectro, pág., 129-30)

Desde que el término “interacción” pasó a ser frecuente en el ámbito de las Escuelas Oficiales de Idiomas a raíz de la instauración de las llamadas pruebas unificadas, había intentado ser transigente con mi antipatía visceral hacia él. Me reprochaba a mí mismo ser un tiquismiquis, siempre a la búsqueda de la tercera pata del gato. También pensaba que quizá en el fondo estaba haciéndole pagar al término el disgusto que me producían las pruebas unificadas en sí mismas y, sobre todo, el entusiasmo hacia ellas que percibía a mi alrededor. Siempre me pareció que el nuevo sistema de evaluación escondía una parte de deslealtad hacia el grupo de alumnos que constituye una clase, entendida como conjunto de personas con un interés común consensuado, enriquecido por un margen aceptable de heterogeneidad. A la ceremonia en la que a veces se cruzan felizmente los intereses del grupo con los del profesor también se le llama clase en español. Otras lenguas permiten distinguir mejor entre ambas cosas: cours y classe, en francés, o lezione y classe, en italiano. El ritual, el cours, la lezione, debe desembocar en una verificación del proceso, la evaluación, que yo entiendo como un acto íntimo de responsabilidad, en el sentido de que debe tender a ser lo más fiel posible a lo impartido, a la manera de impartirlo, en suma, al proceso de aprendizaje que se ha verificado de forma única e irrepetible en cada grupo. Las pruebas unificadas tendrán, supongo, unas ventajas que no son objeto de estas líneas, pero adulteran y condicionan en exceso ese carácter singular de experiencia común, de recorrido pactado hacia el conocimiento de una materia que he descrito. Tanto es así que ciertas disposiciones recientes, como por ejemplo la tendencia a que el profesor de un grupo participe como protagonista no tanto en la elaboración como en la ejecución de los exámenes, formando, a ser posible, parte del tribunal en el que se juzga a sus alumnos, intentan probablemente corregir la tensión innatural que provoca el sistema. Que durante el proceso que condujo a la implantación de las pruebas unificadas sólo se vieran ventajas en el nuevo sistema me parecía que revelaba cierto conformismo, cuando no una suerte de ceguera en la que se intentaba hacer, como se suele decir, arte de la necesidad. No dudo de que la unificación tenga aspectos positivos, pero también los tiene negativos y la valoración de estos últimos brilló por su ausencia. Yo, desde luego, tuve que hacer de tripas corazón y no digamos ya cuando cualquier atisbo de crítica era interpretado como un acto de deslealtad hacia los miembros de las comisiones o directamente de sabotaje. Por todo ello, pensé que mi antipatía hacia el término “interacción” podía ser un síntoma colateral del proceso.

Cuando leí las líneas de Roth que he citado al principio, volví a reflexionar sobre la cuestión, porque mi intolerancia gástrica hacia el término seguía viva. No sé si en el original de la novela la palabra inglesa será interaction (48.500.000 apariciones en Google de written interaction y más de 16.000.000 de oral interaction), pero la traducción citada no deja de ser significativa sobre el hecho de que el término puede producir cierto repelús. Que probablemente sea un vulgar calco de la expresión inglesa podría bastar para que rechinara en castellano. Por contradictorio que parezca, tampoco diría mucho a su favor el aura de prestigio derivada de su amplio uso en las publicaciones sobre didáctica y sociolingüística y su pertenencia a esa jerga pseudo científica que tanto ayuda a algunos a ganarse la vida y a impartir cursillos varios. Pero, sobre todo, interacción creo que me disgusta porque pertenece a esos términos que, siendo ajenos a nuestro acervo cultural, aceptamos por desatención o inercia. Es fácil que, sin que medie ninguna reflexión crítica, hagamos nuestras las palabras y, con ellas, el discurso de instancias superiores.

Tengo la impresión de que todo está perdido y de que ya son muchos los que se sirven del término con total naturalidad, a veces casi como si estuvieran nombrando algo hermoso y distinto de un diálogo, una conversación o una redacción. Pronto acabaremos por ir al bar para interactuar (¿o interaccionar?) oralmente un rato, por leer novelas como Interacción oral en la catedral o Interacciones escritas marruecas, dos grandes tareas escritas de nuestra literatura, creadas por dos grandes interactores siguiendo complejas especificaciones ligadas a sabios descriptores. Francamente, el término me raya y cuando se junta con el adjetivo oral me hace pensar en los títulos de las películas eróticas de los años setenta. Aunque no sé si así voy a conseguir afeárselo a alguien.

Un último intento de rescate del término podría provenir de su consideración como vocablo técnico-científico. Pero, entonces las dudas surgen de nuevo, porque si con el término expresión, pareja feliz de interacción, nos estamos refiriendo a los rasgos dominantes de las modalidades discursivas en las que prima el carácter expositivo que no busca una respuesta inmediata en el interlocutor, su oposición neta a la interacción (entendida como modalidad de discurso en que se busca un intercambio constante de información y estímulo con el interlocutor) es engañosa. Porque, tanto en la expresión como en la interacción así entendidas hay presencia constante de la otra modalidad. Ni la expresión es un monólogo lanzado al vacío (entre otras cosas busca obtener un buena puntuación del tribunal y, además es una suerte de diálogo con un interlocutor ideal) ni la interacción carece de lo que podríamos llamar micromonólogos. Si por el contrario, interacción se opone al monólogo de la prueba oral en tanto que mera parte de una prueba dividida en dos ejercicios, además de lo expuesto, y de la poca fortuna estética del término, cabe señalar que monólogo debería oponerse más bien a diálogo. Yo creo para la descripción y establecimiento de criterios valorativos de corrección, de los que tan necesitados estamos, sería mejor hablar de aspectos expresivos e interactivos tanto en el monólogo como en la recreación de la situación. Por ejemplo, el alumno que a pesar de dar muestras de variedad y riqueza lingüísticas y enorme corrección, coherencia interna y cohesión consume demasiado tiempo en el diálogo y tiende a convertir sus intervenciones en monólogos que restan fluidez al diálogo debería quizás ser penalizado en adecuación.

Recuerdo a un catedrático de griego de la Universidad Complutense que, seguramente en busca del ideal clásico de sencillez y claridad, sustituyó el mensaje cursi y relamido de su contestador automático (“…deje un mensaje después de oír la señal”) por un castizo “deje el recado cuando oiga el pitido”. Yo pienso que muchos alumnos cuando oyen hablar de interacción oral deben sentirse como si yo llevara el coche al taller por una avería y el encargado me mirara con aire de entendido y me dijera que padece una disfunción mecánica o como si, extremando las cosas, al ver el suelo sucio de mi casa me recordaran mis parientes que debemos higienizar el pavimento en lugar de fregar. Es, en fin, una cuestión meramente terminológica, pero resulta que los términos revelan actitudes, gustos, imprecisiones, confusión...

J. Brox

2 comentarios:

  1. Hola, Melmoth!!

    Hay dos cosas que me resultan curiosas de tu aportación: la primera, tu carrera de fondo en el ámbito de la lectura literaria -debe ser porque yo hace tiempo que no leo apenas nada, principalmente por el cansancio ocular, aunque también por esta oferta abundante y atormentadora de libros que no dicen nada ni aportan nada nuevo a lo ya visto-. Estoy admirado de que leas y de que leas tanto, además de tu memoria para recordar esos diálogos y datos.
    La segunda, que te metas en esos procelosos mares de la crítica anti-sistema. Sabía de tus opiniones, pero no pensaba que llegaran a tanta profundidad.

    Por mi parte, creo que el lenguaje es uno de los dones más maravillosos del ser humano, es uno de los dones que nos permiten entender la realidad y, a la vez, nos permiten ir madurando y haciéndonos más persona y más humanos. Si en algo nos diferenciamos de los animales es por este don y por nuestra falta de instinto natural.
    Siempre digo que el lenguaje nos permite expresar lo más íntimo de nosotros, de nuestro sentir, de nuestro pensar, de nuestra forma de ver la realidad; pero por otro lado, también es algo que mal empleado convierte en realidad algo que no lo es en absoluto: damos carta de naturaleza a cosas inexistentes, a sensaciones inaprensibles y a sentimientos esquivos e incluso patológicos.

    Con respecto a todo cuanto dices del lenguaje y de los exámenes unificados, debo decirte que tienes toda la razón: que los pedagogos de oficina inventan lenguajes para definir lo que ya estaba definido; inventan palabras para así poder aparecer como creadores y diseñadores de lo ya creado y diseñado; utilizan el léxico inventado para organizar y desorganizar lo ya organizado, pero es que viven de ello. Y con respecto a nuestros compañeros, debo decir que sufren de lo mismo que sufrimos todos: de aburrimiento. Y es esto lo que hace que se apunten a guerras imposibles, a barcos y viajes inconsistentes y a terminologías y proyectos tremendamente inciertos cuando no ilógicos e irreales. Como ejemplo, recuerdo lo del PASAPORTE lingüístico, ancestro de estos contenidos básicos que nada basan y heredero de toda las intervenciones políticas en el ámbito educativo.
    Hace años que vengo diciendo que nuestros gobernantes -igual da de izquierda (jeje) o derecha (jaja)- no tienen ni idea de idiomas y mucho menos del papel de las Escuela de Idiomas; tampoco saben qué hacer con nosotros y con nuestras enseñanzas. Quizás es por eso que nos hacen objeto de probatinas, proyectos, ensayos y demás, con el único fin de tenernos ocupados y en constante agitación, sin que nuestro trabajo sirva para nada más que para entretener a estudiantes, amas de casa y jubilados.

    Triste fin. Triste empeño. Como en el chiste que contaba el humorista Eugenio, deberemos terminar diciendo: "CULO, CULO, CULO. ¡Dije CULO!"

    Muy buena tu aportación. Gracias.

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  2. Comentario El Circo de la interacción
    http://buonicompagnidiviaggio.blogspot.com

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