jueves, 26 de noviembre de 2009

La rebelión de los cajeros chisporroteantes

Esta pequeña historia se desarrolla en mi “época catalana”. Yo, por entonces, vivía en un pueblo de la comarca del Maresme, entre Badalona y Mataró, junto al mar. El apartamento que ocupábamos el entonces mi marido y yo era cálido y soleado.

El gran astro nos cegaba los ojos cuando, en los largos días de invierno, desde la terraza, sentados en nuestras duras sillas blancas de plástico, contemplábamos extasiados el mar. O cuando paseábamos a Doctor Love –Doc para los amigos- por la playa, en donde el travieso canino correteaba feliz arriba y abajo sin rozar siquiera el agua, pues temía el fiero batir de las olas contra la orilla.

Mis desplazamientos al trabajo en aquellos tiempos eran multitransporte: primero, en bicicleta, desde casa al apeadero más próximo; luego, en tren de cercanías, que corría veloz paralelo al mar hasta llegar a Sant Adrià de Besós, en donde ya pasaba a tierra adentro; después, una vez alcanzada la céntrica Plaza Cataluña, descendía del tren y, después de recorrer caminando aquellos largos pasillos poblados de músicos callejeros, subía al metro; por último, dependiendo del trabajo, o bien el metro era mi último transporte y salía a la calle, o bien debía tomar todavía algún autobús.

Ciertamente, visto ahora, desde la cómoda perspectiva de una ciudad al fin y al cabo pequeña, parece toda una aventura un trayecto de semejantes características, pero cuando te has acostumbrado a ese trajín, todo es pan comido, además cuenta, y mucho, la intrepidez despreocupada de la divina juventud. El trayecto de vuelta a casa, lógicamente, era exactamente igual, pero al contrario.

Un buen día, un viernes de primavera, al mediodía volvía yo cansada para casa por el paseo marítimo del pueblo -si así se le podía llamar, pues una ruidosa carretera nacional estropeaba un poco el asunto recorriendo su mismo camino, paralela al tren, paralela al mar-, cuando decidí detenerme un instante en el único cajero automático 4B de la zona con el fin de sacar algo de dinero para el fin de semana de descanso que me esperaba por delante.

Como es habitual en una despistada de mi calibre, mis pensamientos estaban en otro lado –vete a saber cuál- cuando saqué de la cartera la supuesta tarjeta de crédito y la introduje en la ranura pertinente del cajero, dispuesta a teclear seguidamente mi número secreto. En ello estaba, esperando a que la pantalla me lo solicitara cuando, repentinamente, unos ruidos extrañísimos, seguidos de un tremendo chisporroteo, digno de la mejor soldadura de un taller de cerrajería, me despertó de mi letargo. La pantalla comenzó a emitir señales extrañas y soltaba, uno seguido de otro, mensajes en clave, que ni el mejor decodificador descifraría.

¿Qué ocurría? ¡No entendía nada! ¿Qué había hecho yo ahora? ¡Por Dios! Después de unos segundos, en los que mi cabeza había pasado de un estado semiconsciente a otro más bien de alerta, caí en la cuenta. Abrí la cartera y ahí permanecía, efectivamente, mi tarjeta de crédito, lo que significaba que lo que había introducido no podía ser ella. ¿Qué era entonces lo que había metido? Busqué, miré y deduje: era la tarjeta de tren, sí, ese tren que cada día me acercaba a la gran urbe mediterránea y cosmopolita.

¿Y ahora qué hago?- pensé yo, estupefacta. Miré hacia los gruesos cristales de la entidad bancaria y vi que había un hombre, ¿tal vez el director de la sucursal? Le hice señales para que me abriera, pues vi que la puerta estaba ya cerrada. El tipo, un hombre de unos cincuenta y tantos años, alto y con bigote –siempre lo recordaré- me devolvía a su vez, a través de los cristales, sus señales que indicaban que eran las tres de la tarde y ya no podía entrar. Yo, por mi parte, le hacía más señales para decirle que algo raro había ocurrido en el cajero. ¿Cómo explicar con gestos que el cajero se ha rebelado y ha empezado a emitir señales de otro mundo? O mejor dicho, ¿cómo explicar con gestos que una ha metido lo que no debía por donde no debía?

Al final, el caballero banquero me abrió la puerta, pues terminó por comprender que algo importante le quería decir, pero con palabras. Yo, apurada, le expliqué lo sucedido. ¡No recuerdo a nadie tan iracundo desde que mi padre un día me pegara un pedazo de bofetón, ante todos mis tíos presentes en el momento, por haberle contestado mal, como buena adolescente rebelde que era cuando lo debía ser.

El tipo en cuestión, el banquero bigotudo, después de haber lanzado unos cuantos improperios contra la calidad de la atención de la jovencita que tenía frente a él, poco a poco fue calmándose, pues no le quedó otro remedio. Eso sí, antes me hizo saber sobradamente que le había hecho una gran faena a “su” entidad bancaria, pues eran las tres de la tarde de un viernes y hasta el lunes por la mañana no podrían venir los técnicos a arreglar el dichoso cajero chisporroteante, el cual había quedado totalmente inutilizable.

No sé si fue mi juventud o mi pasmada e impávida aparente tranquilidad –nunca lo sabré- lo que le hizo decirme como despedida: “El lunes, si quieres, ven y vemos si tu tarjeta de tren continúa servible”.

Nunca volví.

1 comentario:

  1. Yo una vez le metí la Tarjeta Oro de ASISA (equivocadamente, por supuesto) y tras un rato pestañeando y tratando tragarla o escupirla, acabó echándola entre los dientes y mascullando en la pantalla algo así como "La banda magnética de esta tarjeta está dañada".
    ¡Es que son listos los jodíos!

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