jueves, 1 de abril de 2010

Lo etéreo y lo sólido

El otro día, justo antes de las vacaciones de Semana Santa en las que estamos, se me hizo presente “la etereidad” de nuestra profesión y se me hizo presente al borrar por última vez la pizarra y poner punto final a este trimestre. Y se me hizo presente en la “etereidad” de las palabras escritas en la pizarra.

Perdonadme que me deje seducir por el pasado y que me remita a él para adobar este texto. Aún me recuerdo cuando comencé a dar clases, especialmente cuando tuve que hacer las prácticas del extinto CAP (Certificado de Aptitud Pedagógica). Recuerdo que fui a clase con mi profesor de CAP y le propuse que, dado que era ya casi final de curso, me dejara dar dos clases sobre la literaridad y la literariedad de la lengua. Recuerdo que esta diferencia me atrajo desde que mi profesor, D. Fernando Lázaro Carreter, nos la planteó allá por cuarto de carrera. El caso es que me introduje en aquellas clases y me puse a divagar sobre lo literal –lo escrito, lo expresado, la letra impresa- y lo literario –lo que tiene afán de belleza y de perdurabilidad- ante un público jovenzano (como yo en aquel entonces) y diserté durante el rato de clase. Tras las dos jornadas de experiencia, llegué a la conclusión primera: no divagues ni te metas en camisas de once varas con temas a los que el profesor encargado no les presta atención. El caso es que recuerdo perfectamente que apenas escribí dos palabras en el encerado: mi nombre y mi apellido.

Mi siguiente experiencia fue en un colegio de postín, donde no había tizas ni encerados, sino pizarras blancas, inmaculadas, y rotuladores especiales con olores intensos. El único recuerdo que guardo de éste es la brevedad de la vida del rotulador y la brevedad de mi estancia en el mismo, además de la sutil convicción de que dinero no significa capacidad ni cultura.

Bueno, pues después pasé a dar clases de lengua y literatura en una filial de un Instituto allá en Madrid, por la Avenida del Manzanares, y recuerdo que no existía encerado ni pizarrón. Nuestro buen secretario –antiguo guardiacivil- se dedicaba durante las vacaciones escolares a darle una buena capa de pintura especial a la pared del aula. Pintura de color verde y olor extraño que nos permitía restregar una tiza sobre ella y que quedara algún trazo más o menos estable, que luego se convertía en estigma cainita al intentar borrarlo con un trapo polvoriento.

Finalmente llegué a esta Escuela donde desde casi siempre recuerdo los rotuladores sin no se qué componente –¿quizás xylenol?- que era el que “debería haber colocado” a los profesores (haciéndoles la vida más suave y llevadera). Recuerdo que un día me equivoqué de rotulador y conseguí que el contenido de la pizarra fuera indeleble más tiempo del pensado y del deseado. Gracias a la limpiadora –Rosa- que, armada de alcohol y disolvente, puso fin a tamaña pretensión.

Bueno, pues eso, que me he pasado la vida escribiendo en la pizarra cosas que eran importantes y con el afán de que a los alumnos se les quedara en la cabeza. Cosas que eran el resultado de esquematizar, sistematizar, relacionar, interrelacionar, derivar, extraer, perfilar… y que, a mis ojos en esta reflexión, adquieren su justo valor: palabras y líneas etéreas.

Creo que la pizarra nos devuelve el valor de lo que en ellas escribimos los profesores y por ello, los humanos: nada. Son trazos en el aire que el mismo aire –o el borrador- se encargan de borrar, de limpiar, de disipar en polvillo negro y microscópico. He aquí el resultado de una profesión y de años dedicados al mismo afán.

La verdad es que visto así suena a terrible e infructuoso. Pero ¿dónde está lo sólido que complementa a tanta etereidad? ¿Donde está el yang que complemente a tan infausto yin? Muy sencillo, creo que ni una de mis palabras, escritas en la pizarra o no, ha tenido más éxito que yo mismo, pero estoy firmemente convencido que lo único sólido de mis años de trabajo ha sido la educación aprendida. Y con esto no me refiero al orgullo profesional de decir lo buenos alumnos que fueron y el montón de ellos que tuve y que han triunfado en la vida. Nada de eso. Lejos de mí. Me refiero a todo cuanto he aprendido en estas cuatro paredes, cambiantes como el aula de cada año, de las personas, de los alumnos, de sus reacciones, de sus emociones, de sus veleidades, de sus subidas y de sus bajadas. Eso sí que es indeleble y nunca pretendió ser ni literal ni literario. Fue lo que fue: una sucesión de olas que besan la playa, a veces con más fuerza, a veces con más suavidad, a veces encorajinadas.

Me viene a la cabeza aquel título de “La insoportable levedad del ser” de Milan Kundera y algo me avisa de que en nuestro caso no hay nada de insoportable, sino de natural y evidente.

3 comentarios:

  1. ¡Qué lástima, AA, haber nacido a orillas del Huerva y no haberlo hecho en Tokio, San Petersburgo o Bucarest para haber sido alumna tuya!

    Seguro que muchos de tus alumnos recuerdan con cariño esas pizarras -blancas o verdes, de tiza o rotulador- y, sobre todo, a quien las llenó de sabias palabras.

    Un abrazo.

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  2. Hola, Hadah!!

    Creo que sobreestimas mis palabras, mis letras y mis enseñanzas. Pero, aún así, gracias.
    Debo decir que lo que más les gusta a mis alumnos es -como a los niños pequeños- los dibujitos con que adobo las explicaciones y que son tan imperfectos como éstas, pero tienen la gracia de que son como salen, sin pensar. Y es curioso, pero no me da ninguna vergüenza hacerlo...

    Saludos cordiales
    (Tenemos pendiente un café, colega...)

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  3. Supongo que es una doble admiración (!!) que viene de la admiración que te tiene alguien a quien yo también admiro, ya sabes. Como un juego de dobles espejos, vaya, en los que uno se puede ver hasta el infinito.

    El cafelito, descafeinado, que con la primavera ya voy cargadita de energía.

    Salud-os

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