martes, 4 de octubre de 2011

Cinco minutos

“…La vida es eterna en cinco minutos…”
Víctor Jara. Te recuerdo, Amanda.

Cinco minutos. Demasiada brevedad. Demasiada inconsistencia. Demasiada premura.

Dicen que los cinco últimos minutos de la vida de una persona son los de mayor claridad y los de mayor capacidad para ir y tonar por el universo de nuestras acciones y de las reacciones que estas provocaron. Son cinco minutos que unas veces se transforman en júbilo y serenidad y otras, se transforman en tristeza, culpabilidad y desasosiego. Son los minutos justos para que el médico de guardia, la enfermera de turno o el familiar más cercano soliciten la dosis adecuada de calmante, morfina o lo que más chute para que no se quede el difunto con carita de espantado o de flipado.

Cinco minutos también es lo que a veces dura un mal coito (y perdonen que me vaya por este sendero tan políticamente incorrecto). Todos los libros de la mesa de novedades nos advierten sobre la magnificencia de alargar los preliminares hasta tornarlos en ultimatums. Y venga a leer y a hacer terapia de autosugestión para finalmente llegar al desafío y “soltar velas” en un quítame allá esas pajas.

Cinco minutos es lo que dura la alegría natural de un bebé con un juguete nuevo. Lo mira, lo rueda o lo gira, lo menea, lo agita, lo enarbola, hace ruidos insospechados dándole una vida para la que no estaba diseñado y finalmente lo recoge en sus brazos, altanero por tener eso que su vecino no tiene. Cinco minutos que en el niño están cargados de inocencia, pero que a base de repetición se convierten en desdén con el paso de los años.

Cinco minutos es lo que se tarda en decirle a la pareja que la quieres, que la adoras, que la amas, y también en decirle que todo se ha acabado, que ya no hay nada, que la pasión se disolvió y que la vida común la sostienen la rutina y la comodidad. Cinco minutos en que miles de cinco minutos acumulados y convividos se deshacen como paja que arrebata el viento. Igualmente cinco minutos que son el principio de otros miles de minutos en santa compaña, dedicado exclusivamente a hacerle la vida más feliz al partenaire o, las más de las veces, a no hacerle la vida imposible a tan delicada criatura.

Cinco minutos es el tiempo fatal que pasa entre la entrega del cheque, la lectura del contrato y la firma de la hipoteca. Cinco minutos en que la vida te da vueltas alrededor como en un carrusel y no sabes si leerte el talón, quemar el contrato y salir corriendo de tan infausta encerrona. Cinco minutos que agobian toda una vida: siempre pendiente de los pagos, del último minuto en que hay o no saldo, de la subida de los tipos de interés, del Euribor, de …

Cinco minutos es, en mi caso, el tiempo del terror. Esos cinco minutos en que entras por primera vez en la clase, para comenzar el nuevo curso y te encuentras una veintena o treintena de caras estupefactas mirándote sin descanso, como si quisieran ver tras la piel las intenciones más o menos aviesas que rondan por tu cabeza. Cinco minutos en que desde la mesa del profesor se van desgranando gestos, cejas, narices, rostros, pelos… intentando hacer de ellos un totum revolutum que nos “mulla” unos meses de santa tranquilidad. Cinco minutos en que las palabras, por mucho que las hayamos estudiado o por muchas veces que las hayamos repetido, salen con cierta dificultad, como masculladas, agazapadas, un poco desesperanzadas y en algunos casos carentes de cualquier emoción, incluida la del terror. Cada año se me repiten esos cinco minutos maléficos y yo, que ya voy para treinta en esta profesión, me sigo sintiendo abrumado y falto de coraje. Pasados esos cinco minutos, es como si la nube que oscureció el sentir, que pobló de miedos el futuro, que aumentó el palpitar del corazón hasta convertirlo en tamborrada, que elevó el trabajo de las glándulas sudoríparas axilares y podales, desapareciera y de nuevo la luz suave del otoño se abriera en el horizonte. Es como si la confianza en la bondad humana y en el humano corazón volviera a renacer, esperanzado y cargado de promesas. Es como si la vida se renovara nuevamente y se nos prometiera el paraíso tras esos nombres cargados de consonantes extrañas y de sílabas impronunciables.

Cinco minutos –y perdonen por terminar dándole vueltas a la política y a la maldita crisis- que serían más que suficientes para que algún gachupín del gobierno saliente o algún mamporrero del gobierno entrante nos explicara por qué demonios debemos seguir dando “nuestro” dinero a los bancos. Seguro que habrá una razón, aunque no sea buena, pero la desconocemos. Y nos sienta muy mal pensar que gentuza como los miembros de un consejo de Administración de una entidad bancaria se están poniendo las botas con nuestro trabajo, con nuestra perdida inocencia y sobre todo con nuestro futuro. Cinco minutos serían más que suficientes, de igual modo que cinco minutos fueron suficientes para explicar cómo la ambición financiera nos ha llevado a estos lodos en los que se remueven nuestros principios y nuestras lágrimas.

Cinco minutos. La vida eterna o la simple vida.

1 comentario:

  1. Cinco minutos de cerrada ovación, seguidos, sin interrupción, para ti, An Arco, que con tanta gracia, tanta profundidad, tanta sabiduría y tanta sensibilidad sabes expresar lo que muchos pensamos y sentimos, pero no sabemos transmitir tan bien como tú.

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