viernes, 7 de octubre de 2011

Cita a ciegas

Cualquiera que me conozca –o Uds. mismos que ya me van conociendo- sabe que no soy un tipo dado a las reservas, sino más bien explosivo, por lo que lo de guardar secretos no es lo mío: ni los quiero, ni los guardo. Es decir, la mejor razón para no haber triunfado en mi vida.

Bueno, pues  a lo que iba. Mi mujer, que me conoce perfectamente y me tiene totalmente radiografiado y controlado, decidió poner fin a mi inquietud y agitación y me preparó una cita por internet. Yo, que soy de naturaleza confiada, no puse ningún obstáculo, más aún sabiendo que era mi amada esposa la que me preparaba tal evento.

Salí corriendo de la Escuela y para intentar tranquilizar mi espíritu ante dicha cita que, como el título de la entrada califica, era totalmente “a ciegas”, me fui caminando hasta el Centro. Llegué un poco exhausto y dispuesto a hacer gala de todo mi bagaje caballeresco y varonil.

Me recibió una madama de edad mediana, aunque más cercana a la mía, muy maqueada –como dirían mis alumnos más avanzados- y con un peluco de marca y un anillo con un pedrolo de lo más y que debía de haberle costado un ojo de la cara –al cliente-. Me llamaron por mi apellido y me pidieron que me sentara, porque en breve las chicas se harían cargo de mí.

Al poco rato una guayabita –a mi edad lamentablemente cualquier mujer empieza a merecer tal apelativo- me vino a buscar y me llevó donde me esperaba otra, de pelito rubio, corto y marcado acento extranjero (al fin y al cabo uno es un profesional de las lenguas). La primera iba también muy puestecita: con su cola de caballo, sus labios pintaditos y muy arregladita. Me fue hablando dulcemente y me mostraba sus habilidades en la pantalla de un ordenador, donde un tío con una sonrisa un poco cadavérica enseñaba toda la dentada.

La otra guayabita, a mi parecer más experimentada, fue tocando y palpándome en diversas partes, mientras me reclinaban en una especie de cheslón y me prometían maravillas sin término. Yo, la verdad sea dicha, no sabía realmente a cuál de las dos atender, ya que si una tenía donde agarrar, la otra –más magra- tenía su encanto o sus encantos. En fin, que me dejé llevar. Bajaron las luces, pusieron musiquita así de ambiente, con un cierto toque exótico que empezaba a levantarme algo más que la moral. No supe qué decir e incluso no pude decir nada, porque cuando me quise dar cuenta estaba como aturdido, esnifado, cejijunto y patidifuso. Vamos que estaba “que lo flipas en colores”. Mientras ellas iban y venían hacia mí, acariciando mis labios, mis dientes, diciéndome cositas al oído que mi mente no entendía, de tan ciego que estaba.

Y, cuando me quise dar cuenta, todo había acabado. La cita a ciegas me había dejado casi ciego e incluso un poco mudo. No acertaba a articular palabra. Deseando haber dejado bien alto el pabellón –es terrible ya lo sé, pero es que el juego de palabras es inevitable- intenté balbucear una pregunta: “¿IIina?” Vi la cara de estupefacción de la más jovencita. La otra guayabita ya había salido por piernas al ver que yo iba abriendo los ojos. Recordé lo que les cuento a mis alumnos de la entonación ascendente que tienen las preguntas en español y repetí más lentamente y abriendo y cerrando los ojos como un besugo: “¿I..ina?”. Ella movió inquieta la cola de caballo y rápidamente captó lo que mi corazón, que no mi boca, quería decir y me devolvió la pregunta: “¡¡Ah!! ¿Nada Ud?”. Me revolví en la cheslón dispuesto a demostrarle lo que puedo hacer con dos brazos y piernas nacidos para el amor. Pero mi mente solo farfulló: “Na. ..Olo floto”.

Ella movió afirmativamente la cabeza, me tocó con su mano en el hombro como inspirándome confianza y me animó a salir del cuarto. Me fui babeando, arrastrando los pies por las escaleras amedrentado por no saber qué contarle a mi esposa cuando la viera más tarde.

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Cuando abandoné la clínica dentista, me dirigí al gimnasio, me fui directamente a la piscina y debo decirles en honor a la verdad que, debido a que tenía todo el labio inferior totalmente plastificado e insensible, nunca he tragado tanta agua en mi vida mientras intentaba cubrir  los cincuenta largos.

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