No tengo puesta mi fe en la reencarnación, ni siquiera confío en que una vez reencarnado lo hiciera mejor que esta o –qué duda cabe- que no lo hiciera mil veces peor que esta. Esto viene al caso porque, desde que conocí allá en mi adolescencia las excelsas tierras cántabras, no ha pasado un día sin que sueñe en reencarnarme en vaca, oveja o caballo para poder pacer amplia y holgadamente por las inmensas y lujuriosas praderas de aquellas tierras o para perder mi mirada, como una gaviota, un cuervo o un simple gorrión, por los infinitos mares y horizontes que rodean sus abruptos bordes.
El caso es que, rompiendo reglas no escritas, salimos a pasar el puente del Pilar a estas tierras, sin más amparo que los pronósticos de lluvia para esos días y la confianza de que en estas fechas no habría demasiada gente. Aprovechamos también –y ese era el anzuelo- para pasar unas horas sumergidos en los baños termales del Balneario de Solares, que antaño debió de ser Balneario y ahora, con hotel de cuatro estrellas incluido, se le podría sencillamente denominar un gran SPA (Salus Per Acqua).
Visitamos, sin reconocer, la villa y playa de Noja, totalmente degradada por el boom del ladrillo, bajo cuyo amparo miles de personas se han distribuido anárquicamente a lo largo de su litoral, sin que se pueda ver –como antaño- desde la carretera la cercana playa del Ris. Demasiado dinero, demasiado felón, demasiado ladrillo. Demasiado bonito recuerdo echado al pilón por obra y gracia de especuladores sin escrúpulo.
Hace veinte años, el pueblo eran cuatro casas alrededor de la torre de la iglesia (que se puede ver en la foto inferior, al fondo a la izquierda).
Arriba, Noja desde la playa del Tregandín.
Abajo, la playa desierta en otoño.
En Hazas de Cesto, ya en el interior, pudimos volver a ver caballos pastando y disfrutando del sol, eso sí, entre chalets y adosados a lo largo de la carretera que antes solo estaba rodeada por prados y arboledas.
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