jueves, 1 de mayo de 2014

Ancianos (1): Sorina



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Recuerdo con mucho cariño un pequeño pueblo completamente nevado, escondido detrás de una montaña en un pequeño valle, que casi no se ve en el mapa. Es mi pueblo, es dónde me criaron como si fuera una joya. 
Fui la única niña del pueblo durante nueve años, los demás niños eran chicos. Los años pasaron y entendí que la gente que me rodeaba era mayor, muy mayor. Hablo de personas que me llevaban por lo menos sesenta años de diferencia. No sabía que aquella gente estaba entrando en la vejez. Había momentos en los que veía a mi abuela dándole de comer a su madre con la cuchara y yo me reía a carcajadas porque me parecía un bebé grande. Tardé algún tiempo en comprender que le pasaba a mi bisabuela. Aún recuerdo su rostro distraído, masticando, y a veces perdiendo trozos de comida de la boca. Mi abuela decía, riéndose, que algún día le tocaría a ella también que alguien le diera de comer. También recuerdo la paciencia y el cariño que empleaba la abuela. Nunca le ponía mala cara, ni se quejaba, ni parecía cansada de todo aquello. Un día, la bisabuela no despertó.
El abuelo, hombre de montaña, había ido al colegio. Sus padres le habían proporcionado una educación, sin embargo él tenía su taller de coches, mi sitio favorito para jugar. Casi siempre acababa llena de aceite de motor de cabeza a los pies. Pero el abuelo nunca me echaba el sermón. Con los años, él perdió su energía y su percepción de la realidad. Mi madre dejó de trabajar y se dedicó a cuidarlo y ayudar a la abuela con la casa y la administración de las tierras. Yo tuve que dejar mi tierra por falta de recursos económicos. Me despedí de él y tuvo un momento de lucidez, volvió a ser él por un momento. Me dijo que si encontraba la felicidad que la agarrara con todas mis fuerzas y no mirara atrás. Unos meses más tarde se durmió para siempre.
Mis mayores son lo mejor que tengo. Hay un dicho en mi tierra: si quieres vivir feliz vive en el presente, deja los dos pies en el pasado y clava tu mirada en el futuro.


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